La era etérea: En defensa de lo inmaterial
En la pasada Feria Internacional del Libro, compré un libro de verdad. Tuve una sensación rara que hace mucho no sentía y al momento no pude identificar. No fue sino hasta días después que entendí que esa sensación incómoda era culpa. En ese momento pensé que lo que causó esto fue el hecho de no haber comprado un libro desde hace más de un año.
Hace más de un año, fue cuando compre una Kindle Paperwhite y desde entonces he conseguido todos mis libros digital y gratuitamente. Antes de eso, yo era de las personas que consideraban a los “eReaders” como un intruso poco merecedor de los ambientes literarios donde los libros hechos con árboles muertos han sido, son, y deberían ser por siempre los amos y señores. Me parecía que el advenimiento de los eReaders era un desesperado intento de forzar tecnología en un lugar donde no es necesaria, y me causaba la misma risa y el mismo repudio que me causa ver un refrigerador conectado a Internet o un rebobinador de DVDs. Temía porque mis libros sufrieran un desplazamiento irrevocable y fueran reemplazados por un montón de insípidos ceros y unos.
A cada uno de los libros que he comprado y ahora guardo en algún polvoriento librero le he asignado un lugar especial en mi mente. Sobre todo a los libros que compré usados, que tienen una misteriosa historia adicional que será desconocida por siempre. Nunca sabré quién, o quienes, fueron sus dueños anteriores. No sabré qué sentimientos les inspiró su lectura o qué (seguramente trágico) suceso los obligó a separarse de ellos en una librería de segunda mano, como si se tratara del niño de las películas que finge ya no querer a su perro y, llorando, lo apedrea para que se vaya.
Cada nota, cada hoja doblada, cada imperfección en la cubierta, tienen un origen y un significado. Sin embargo, esto es algo exclusivo para el mundo material.
Obviamente, un libro electrónico tiene el mismo contenido que su contraparte física. Pero hay algo que es imposible replicar con los medios electrónicos. Al ser una posesión etérea, es imposible asignarle características al objeto en si, pues no hay objeto. Todo esto termina en la obvia observación de que a un libro electrónico le hace falta “algo”: una textura, un olor, un peso. Características inherentes de los objetos reales que son extrañadas pues cada una es necesariamente parte del mismo libro y ayuda a definirlo, diferenciarlo, y, sobre todo, a recordarlo. Esta experiencia sensorial es también parte de la experiencia de lectura. Al verme invadido por libros electrónicos sentía que me quitaban la posibilidad de experimentar esas sensaciones con libros nuevos. Dicho de otra manera, sentía que me trataban de quitar parte de la diversión de leer.
No me mal interpreten, hoy estoy seguro que los eReaders llegaron para quedarse y tienen muchísimas ventajas que nos perderíamos sin su existencia. Gracias a mi Kindle, he tenido a acceso a lecturas que antes eran inalcanzables para mi. He leído libros que una librería local jamás vendería por razones como controversia, extinción, falta de traducción, falta de interés o muchas otras. También puedo llevar cuantos libros quiera conmigo en todo momento, y cambiar de uno a otro en segundos, sin necesidad de regresar a mi casa. Un eReader ocupa un lugar mínimo en mi mochila, comparado con monstruosidades de miles de páginas o más que parecen haber sido escritas sólo para desafiar a las técnicas de encuadernación modernas.
El eReader es un buen invento. A pesar de que tiene desventajas (tengo que recargar su batería aproximadamente cada mes, a mi ritmo de lectura usual), le veo muchas más ventajas. Monitoreo y documento mis hábitos de lectura, y gracias a eso sé que mi eReader no me ha ayudado a leer más, pero definitivamente si me ha ayudado a diversificar mi lectura, y eso es bueno, pues hace poco escuché decir que “eres lo que lees”.
Y así como entendí que somos lo que leemos, también entendí que los libros electrónicos traen consigo una enorme desventaja. Verán, yo crecí en una casa de maestros, donde no sobraban, pero tampoco faltaban, libros interesantes. Gracias al simple hecho de ver los libros en los libreros, se incrementaba mi curiosidad de saber qué tenían dentro, y eso me llevó, poco a poco, a disfrutar de los libros y procurarme leer cada vez más. Esto fue un factor determinante en cuestiones como la cantidad de libros que leo al año, y esto, siguiendo la frase anterior, en parte determinó qué clase de persona soy hoy. Esto es un patrón que he notado y confirmado en muchos amigos y conocidos, pues su personalidad y su forma de pensar sobre cuestiones importantes generalmente va de la mano con la cantidad y calidad de sus lecturas. Todavía recuerdo con envidia la casa de un amigo donde veía tantos libros y revistas desconocidas para mi, y ahora veo las cosas que escribe y no puedo evitar pensar en que haya una correlación entre estos aspectos. Sobre todo cuando él mismo habla de ello. Todo esto hace cuestionar y temer el futuro de las nuevas generaciones, donde no tendrán misteriosos libreros polvorientos que llamen su atención. Después de todo, si uno se levanta todos los días y lo primero que ve es una montaña, tarde o temprano se le va a antojar escalarla. De hecho, ya se han hecho estudios serios y se han escrito artículos sobre la correlación entre la cantidad de libros con la que un niño crece y, por ejemplo, la cantidad de años de estudio cursados. Sólo puedo esperar que esta inaccesibilidad física de los libros electrónicos sea acompañada por una absoluta, sencilla, y barata (por no decir gratuita) accesibilidad digital, y que las generaciones futuras sepan apreciar y aprovechar esto. Sólo de esa manera podremos librarnos de un oscuro futuro donde ninguna casa tiene libros y, por lo tanto, donde nadie lee. La distopía de Fahrenheit 451 se habría cumplido sin haber quemado ningún libro, pues ya no habría libros para quemar.
Esta migración a lo inmaterial es algo que muchos otros medios ya han sufrido. Películas, fotografías, música, videojuegos, incluso el mismo dinero, de todo esto ya tenemos versiones únicamente digitales que básicamente existen exclusivamente en nuestra imaginación y en algún disco duro. Los periódicos (y las revistas en menor medida) están agonizando lenta y dolorosamente debido a la impráctico de su formato. Comparado con un sitio de Internet de noticias, un periódico es caro, lento, contaminante y prácticamente obsoleto casi desde el momento en que se imprime, por eso es que han estado migrando, con diferentes grados de éxito, a un modelo en línea. Ya se pueden comprar productos y recibirlos totalmente en forma de código binario. Ya podemos gastar nuestro dinero virtual en posesiones virtuales, para elevar nuestra calidad de vida virtual. Esto ya es algo totalmente normal y ninguna de las partes se siente timada.
Como alguien que se ha mudado más de diez veces en menos de treinta años, debo agradecer las cualidades inmateriales de los productos electrónicos. La facilidad de poder transportar miles o incluso millones de libros, canciones, películas o videojuegos en un dispositivo que cabe en mi mano es algo futurísticamente maravilloso. El hecho de poder copiar algo tantas veces como se desee sin ningún tipo de pérdida en la calidad de sus contenidos, es algo muy útil y apreciado. Esto también me otorga una nueva libertad: poder mudarme al otro lado del mundo sin sentirme frenado por mis posesiones materiales.
En Blame!, un manga cyberpunk escrito por Tsutomu Nihei, unos viajeros en un futuro distante encuentran un libro podrido y casi deshecho. Confundidos por nunca haber visto algo así, sólo pueden identificarlo como “un respaldo impreso”. Esto plantea otra ventaja exclusiva de los medios electrónicos: La capacidad de ser almacenados por indeterminadamente largos periodos de tiempo de una manera segura y fiable. De hecho, esta misma ventaja podría llegar a ser una desventaja. Al guardar todo, o la mayoría de contenido generado, el promedio de la calidad bajará drásticamente y terminaremos almacenando una obra de Shakespeare por cada 1000 libros de poesía Vogona. Es decir, en un futuro donde todo es almacenado y accesible instantáneamente, seguramente será difícil encontrar algo de calidad entre un mar de basura mediática, y la popularidad no va a ayudar a filtrar lo bueno de lo malo, como la industria musical nos comprueba todos los días.
No dudo que en el futuro cercano las nuevas generaciones vean a los libros de tinta y papel como una curiosidad interesante, pero inconveniente. Muy parecido a como hoy vemos a los discos de vinilo. O tal vez sean vistos como un atentado contra la naturaleza, producto de una era que no sabía lo que hacía, un lujo ridículo, cruel y presuntuoso, tal como vemos hoy a la ropa de piel genuina. De hecho, esto ya empieza a ser una realidad, pues ya hay un disfemismo para referirse a los libros de papel, o, mejor dicho, a las “dead-tree editions”, y la aparición de los disfemismos generalmente significa que algo está a punto de pasar al desuso y, eventualmente, al olvido.
Ahora entiendo que la culpa que sentí al comprar aquel libro también tenía que ver con “malgastar” recursos naturales en un pasatiempo. O tal vez era un poco de nostalgia y tristeza por ver, y ser partícipe, del final de una era.